Reconstruyendo la Visión: Cuando el Cielo se Ensambla en la Tierra
- Fernando Arias
- 10 ago
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A veces, en el caminar de la fe, creemos que Dios solo quiere sacarnos de Egipto, de nuestras cadenas, y darnos libertad. Pero si abrimos bien los ojos, descubrimos que la libertad es apenas el principio. El Dios que nos rescata también anhela habitar con nosotros, caminar entre nosotros, y llenar con Su gloria cada rincón de nuestra vida. No basta con dejarnos libres; Él quiere quedarse.

Israel lo vivió de primera mano. Después de la salida gloriosa de Egipto, el pueblo caminaba hacia la tierra prometida, pero todavía no tenía un lugar de encuentro estable con Dios. Antes de eso, la presencia divina se había manifestado en el Edén, en montes, en arbustos ardiendo, en nubes de gloria. Sin embargo, en el desierto, Dios decide dar un paso más: revelar un modelo celestial, un diseño específico para que Su presencia habitara en medio de ellos de manera continua. Fue entonces cuando Moisés recibió las instrucciones del tabernáculo: una estructura temporal, pero con un propósito eterno.
Las palabras de Dios a Moisés siguen resonando hoy: “Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos. Conforme a todo lo que yo te muestre, el diseño del tabernáculo, y el diseño de todos sus utensilios, así lo haréis” (Éxodo 25:8–9). No fue una idea humana; fue una revelación divina. El modelo nació en el cielo, pero debía ensamblarse en la tierra.

Recuerdo una Navidad en la que, junto con mi mamá, decidimos regalarle a mi hermano menor, Bryant, un carrito de batería. Él tenía unos cinco años y queríamos que viviera la emoción de ver una caja de regalo enorme bajo el árbol, sin saber qué había dentro ni para quién era. Por eso lo compramos en su caja original, sin ensamblar. Esa decisión tuvo su precio: desde la medianoche del 24 de diciembre hasta la mañana del 25 estuvimos armándolo. Cada pieza tenía su lugar, pero el fabricante había diseñado el carrito de una forma tan específica que, cuando seguíamos nuestra intuición y nos apartábamos del manual, algo salía mal y teníamos que retroceder pasos. El manual no era opcional; era la guía para lograr que el carrito fuera exactamente como el creador lo había pensado. Esa noche entendí algo: hay sueños y visiones que nacen en el cielo, en el corazón de Dios, pero que deben ensamblarse en la tierra con instrucciones claras. Y esas instrucciones son Su Palabra. No se trata solo de terminar la obra, sino de que, al final, Él la llene con Su presencia. Porque lo más emocionante de aquel regalo no fue terminarlo, sino ver a mi hermano subirse y disfrutarlo. De la misma manera, lo más glorioso de obedecer a Dios no es poner la última pieza, sino verlo a Él “subirse”, “llenar” y “ocupar” lo que hemos construido para Su deleite.
Aquí aprendemos la primera gran verdad: las visiones de Dios no son fruto de la imaginación, sino del encuentro con Su voz. En tiempos donde abundan las iniciativas humanas y las “buenas ideas”, necesitamos recordar que el éxito en el Reino no depende de lo ingenioso que seamos, sino de cuán fielmente seguimos el diseño que Dios nos muestra. La obediencia no es opcional. De hecho, la obediencia parcial es desobediencia disfrazada.
El autor de Hebreos nos lo recuerda: “Asegúrate de hacer todo según el modelo que te mostré aquí en la montaña” (Hebreos 8:5, NTV). Aunque no conocemos con certeza quién escribió Hebreos, sí sabemos que su autor entendía el tabernáculo como una copia terrenal de una realidad celestial. Moisés no improvisó medidas ni materiales. No añadió detalles para embellecer ni recortó elementos para simplificar. Él entendió que estaba construyendo algo que no le pertenecía. Y ese principio sigue siendo válido: la obra de Dios no se mezcla con nuestros caprichos, sino que se ejecuta conforme a Su palabra.
Pero Dios no solo entrega un diseño; también provee todo lo necesario para verlo hecho realidad. Los capítulos de Éxodo relatan cómo el pueblo, “con el corazón motivado y el espíritu conmovido” (Éxodo 35:21, NTV), trajo generosamente los materiales para la obra. Oro, plata, lino, madera, piedras preciosas… cada recurso estaba destinado al propósito de Dios. Además, Él mismo escogió y capacitó a las personas correctas para la tarea: Bezalel, Aholiab y otros artesanos dotados de sabiduría y habilidad (Éxodo 36:1, NTV). La visión de Dios siempre viene acompañada por la provisión de Dios.
Y entonces llegó el momento culminante. El tabernáculo estaba completo. Las cortinas colgaban, el arca estaba en su lugar, los utensilios listos. Pero el verdadero éxito no fue haber terminado el proyecto. La Escritura describe el instante decisivo: “Entonces la nube cubrió el tabernáculo, y la gloria del Señor llenó el tabernáculo” (Éxodo 40:34, NTV). Moisés mismo no podía entrar, porque la gloria era tan densa que ocupaba todo el lugar. Eso es éxito: no una obra bien ejecutada, sino una obra habitada por Dios.
Este principio es tan relevante hoy como lo fue en el desierto. Podemos reconstruir iglesias, ministerios, familias o proyectos, pero si Dios no está allí, todo es solo una estructura bonita. El objetivo no es que la gente diga “qué bien quedó”, sino que podamos decir “Dios está aquí”.
Así que, al mirar nuestras propias reconstrucciones, recordemos:
Dios no busca solo estructuras terminadas, sino vidas limpias, familias sanas y comunidades unidas donde Él pueda habitar.
No corramos solo para poner la última piedra; esperemos y trabajemos para que Su gloria llene lo que hemos edificado.
La ingeniería de Dios no se completa con manos humanas, sino con la presencia divina descendiendo para quedarse.
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