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Cuando el Cielo Forma Familias

  • Foto del escritor: Fernando Arias
    Fernando Arias
  • 8 jul
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 16 jul

Hay hijos que nacerán del cuerpo, y hay hijos que nacerán del propósito. Ambos son parte del diseño de Dios.
Hay hijos que nacerán del cuerpo, y hay hijos que nacerán del propósito. Ambos son parte del diseño de Dios.

No siempre se llega a la paternidad o la maternidad como se imaginó desde el principio. A veces la vida nos lleva por caminos que parecen apartarnos del sueño de tener un hijo en los brazos. Sin embargo, hay historias que nacen del corazón de Dios antes que del vientre, y hay hijos que no vienen de la carne, pero sí del amor eterno. Y ese amor, a su tiempo, siempre encuentra su camino.


Hace poco, mientras me preparaba para conversar con una pareja que deseaba adoptar, me encontré reflexionando sobre Abraham. Sí, ese mismo Abraham al que todos reconocemos como el padre de la fe. Y pensé que, más allá de su fe, fue también un hombre que esperó y soñó con un hijo durante años, hasta que, cuando ya no parecía humanamente posible, Dios le habló:


“De cierto volveré a ti; y según el tiempo de la vida, he aquí, Sara tu mujer tendrá un hijo.” (Génesis 18:10)


Esa frase "según el tiempo de la vida" quedó resonando en mi interior. No era el tiempo de Abraham ni el de Sara. Era el tiempo de Dios. Y fue en ese momento, no antes, no después, cuando se abrieron las puertas de la paternidad.


Pero lo que más me sorprendió no fue la promesa, sino la actitud de Dios. Él no se burló de su dolor ni descartó su anhelo como insignificante. Dios escuchó su risa nerviosa, su incredulidad humana, y aún así cumplió su propósito. Porque cuando Dios quiere formar una familia, lo hace incluso cuando el calendario y la ciencia parecen decir lo contrario.


Ese mismo Dios que dio a Isaac también permitió que Moisés fuera salvado de las aguas y adoptado por la hija del faraón. No fue criado por quienes lo engendraron, pero fue amado, protegido, y preparado para un destino eterno. Luego recordé a Ester, huérfana, pero acogida por su primo Mardoqueo, quien la trató como hija. El amor que recibió en ese hogar, aunque no era biológico, fue tan verdadero que Dios usó su vida para salvar a toda una nación.


Y, por supuesto, pensé en el mejor de los ejemplos: en José, el esposo de María. El hombre que no engendró a Jesús, pero lo crió como suyo, enseñándole el oficio de la carpintería, caminando con él, protegiéndolo del peligro. ¿Cuántas veces habremos pasado por alto ese detalle en la historia de Navidad? José fue un padre por elección y obediencia, no por genética.


La adopción es eso: una decisión divina compartida con el ser humano. Es decirle a un niño: “No venías en mis planes, pero sí en el de Dios. Y por eso, ahora eres parte de mí”. Es abrazar un llamado que trasciende los vínculos de sangre, y que se convierte en la imagen más palpable del amor de Dios hacia nosotros:


“En amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo…”(Efesios 1:5)


Dios no nos amó porque lo merecíamos, sino porque lo quiso. Nos adoptó por gracia, y nos dio un nombre, un hogar y una herencia. Así también lo hace una pareja que decide adoptar: imita el amor del cielo aquí en la tierra.


Quizás, mientras lees esto, no estás pensando en la adopción. Pero tal vez sí estás pensando en que las cosas no salieron como esperabas. Que la vida no se ha desarrollado conforme al guion que escribiste en tu juventud. Tal vez hay un anhelo escondido en tu corazón, o un duelo silente por lo que no ha llegado. Quiero decirte algo: Dios no ha terminado de escribir tu historia.


Y si estás aquí, con el corazón inclinado hacia la idea de adoptar, no es casualidad. Quizás Dios te ha estado preparando sin que lo supieras. Porque hay hijos que nacerán del cuerpo, y hay hijos que nacerán del propósito. Ambos son parte del diseño de Dios.


Pero también he aprendido algo más: la mayoría de las parejas que llegan a esta decisión no lo hacen de manera repentina. Han pasado por procesos largos, dolorosos y a veces solitarios. Caminos llenos de exámenes médicos, esperas angustiosas, diagnósticos inesperados, oraciones sin respuesta inmediata y conversaciones difíciles. En muchos casos, esas etapas dejaron heridas, y esas heridas no siempre sanaron rápido. Estuvieron expuestas. Dolieron. Algunas tardaron años en cicatrizar.


Sin embargo, con el paso del tiempo, y con la ternura del Padre, esas heridas comenzaron a cerrarse. Y aunque dejaron marcas, hoy esas marcas cuentan historias. Historias verdaderas, humanas, frágiles… pero también historias de redención. Porque cada una de ellas testifica la misericordia y la restauración que solo Dios puede hacer.


Y es justamente desde ahí, desde esas cicatrices que ya no sangran, pero que siguen hablando, que muchos deciden abrir su corazón a un nuevo comienzo. No desde la perfección, sino desde la sanidad. No desde la desesperación, sino desde la esperanza. Y eso también es parte del milagro.


Puede que este día no tenga ningún significado especial para muchos —tal vez es solo un 9 de octubre cualquiera—, pero para otros, puede marcar el inicio de algo que solo el cielo tenía previsto. Porque Dios no necesita que el calendario lo anuncie para comenzar a obrar. Él tiene sus propios tiempos: tiempos de restauración, de respuesta, de restitución. Lo que para nosotros puede parecer una fecha común, para Dios puede ser el comienzo de una familia, una promesa, una sanidad o una nueva historia.


“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.”(Eclesiastés 3:1)


Hoy puede ser ese tiempo. El día donde algo comienza, aunque aún no lo veas del todo. El momento donde una familia empieza a formarse desde el corazón, no desde la sangre. Y si Dios está en medio, puedes estar seguro de que no faltará amor, propósito ni gracia para sostener ese hogar.

 
 
 

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