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¿Por qué orar si Dios ya sabe todo?

  • Foto del escritor: Fernando Arias
    Fernando Arias
  • 21 jul
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 22 jul

Aunque he sido cristiano toda mi vida, recuerdo que cuando empecé a caminar con Dios ya en mi juventud, me preguntaba si realmente tenía sentido orar por cosas que Dios ya sabía. Si Él es soberano, omnisciente y conoce mis pensamientos incluso antes de que yo los exprese, ¿por qué insistir en la oración? ¿Por qué no simplemente confiar en que Él hará lo mejor y ya?

Con el tiempo, y con muchas experiencias de vida y fe, fui descubriendo que la oración no es un trámite espiritual, ni una fórmula para obtener lo que quiero. Es, más bien, una relación que se profundiza con los días. Un lenguaje que se aprende con el corazón, no con el intelecto. Un proceso que transforma más al que ora que a lo que se ora. Aprender a orar no es fácil... definitivamente es un proceso. Pero como todo en la vida cristiana, hay que comenzar. Hay que dar el primer paso.

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Dios no necesita que le informemos, pero sí desea escucharnos
Jesús lo dijo claramente:“Porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis” (Mateo 6:8). Es decir, no oramos porque Dios ignore lo que pasa, sino porque en la oración aprendemos a confiar, a soltar, a descansar en Él. La oración no cambia la información que Dios tiene sobre nosotros; cambia nuestra disposición a vivir bajo Su voluntad.

Con los años he aprendido que orar no es solo hablarle a Dios, sino responderle. Porque Él ya nos habló primero. Nos creó, nos rescató, nos dio Su Palabra y nos llama cada día. Orar es levantar la voz y decir: “Aquí estoy, Señor. Te necesito”. No porque Él no lo supiera, sino porque nosotros sí necesitamos reconocerlo.

Mucho de lo que hoy vivo y entiendo sobre la oración no lo aprendí en libros, sino observando de cerca la vida de mi esposa. Su sensibilidad al Espíritu Santo, su constancia en la intimidad con Dios y su fe sencilla pero firme se han convertido en un pilar, no solo en nuestro hogar, sino también en la iglesia que pastoreamos. Ella me ha enseñado que la oración no siempre se trata de palabras elocuentes, sino de una vida que escucha, espera y cree. Ver su relación con Dios ha sido para mí una escuela de oración silenciosa pero poderosa.

Llama la atención (y varios estudios lo confirman) que las mujeres suelen tener una mayor inclinación hacia la oración y la vida devocional que los hombres. Investigaciones como las del Pew Research Center han mostrado consistentemente que, en contextos cristianos, las mujeres oran con más frecuencia, asisten más a actividades espirituales y expresan una relación más activa con Dios. Esto no significa que la oración sea “cosa de mujeres”, sino que aún tenemos un camino que recorrer como hombres para comprender que la verdadera fortaleza espiritual no está en la autosuficiencia, sino en la dependencia. La oración no es un signo de debilidad, sino de sabiduría. El silencio de un hombre en la oración es el ruido de una familia que se queda sin cobertura espiritual.

La oración nos forma, no solo nos consuela
Cuando era muy joven en la fe, muchas de mis oraciones eran listas: peticiones, ruegos, necesidades. Y Dios, en Su amor, respondía muchas de ellas. Pero con el tiempo entendí que la oración es también un campo de formación. Me ha moldeado, me ha quebrantado, me ha hecho madurar. No siempre vi resultados inmediatos, pero muchas veces, después de orar, me levanté distinto. Con más paz, con más claridad, con menos temor.

“Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias.Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.” (Filipenses 4:6–7)

La cita anterior no dice que Dios cambiará todo lo que pedimos, sino que Su paz, esa que no se explica pero se siente, guardará nuestro corazón. La oración no siempre cambia las circunstancias, pero siempre cambia al que ora.

Jesús mismo oraba, y lo hacía intensamente
Hay algo profundamente impactante en ver a Jesús orar. Él, siendo el Hijo de Dios, sin pecado, con acceso perfecto al Padre, oraba. Buscaba momentos a solas. Lloraba, intercedía, hablaba con Su Padre con una cercanía que enseñaba más que mil sermones.

Léelo a continuación: “Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba.”(Marcos 1:35) | “Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra.” (Lucas 22:44)

Jesús no oraba para que Dios lo escuchara, sino porque vivía en esa comunión constante. La oración, para Él, era más un respiro que una obligación. Más una necesidad que una rutina. Y si Jesús -Dios hecho hombre- necesitaba orar, ¿cómo no nosotros?

Dios ha decidido moverse a través de la oración
Uno de los misterios más asombrosos del carácter de Dios es que, siendo soberano y todopoderoso, ha decidido responder a la oración de Sus hijos. No porque le hayamos torcido el brazo, sino porque Él ha querido que Su gracia fluya a través de nuestra dependencia.

“La oración eficaz del justo puede mucho.” (Santiago 5:16)

Hay cosas que Dios hará solo cuando Su pueblo ore. No porque Él lo necesite, sino porque nosotros necesitamos aprender a buscar, clamar, depender. En la iglesia de Hechos, Pedro fue liberado de la cárcel mientras muchos oraban por él sin cesar. Dios pudo hacerlo de otra forma, pero lo hizo así: porque la oración une a Su pueblo a Su obra.

La oración nos recuerda quién es el Rey
Orar me ha enseñado que no soy el centro de la historia. Que mis fuerzas no bastan. Que mis planes no siempre son los mejores. Que necesito a Dios no solo para vivir, sino para vivir bien. Me ha hecho llorar, confiar, esperar. Me ha mostrado Su favor cuando no lo merecía y Su misericordia cuando no lo entendía.

“Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.” (Jeremías 33:3)

Orar es eso: hablar y clamar. No con elocuencia, sino con sinceridad. Y confiar que Él responde, aun cuando no entendemos cómo. La oración me ha recordado que el trono no está vacío. Que el Dios que ya lo sabe todo, sigue queriendo escucharme.

Para ir terminando, a veces no sabemos cómo orar. Todos hemos estado o ahí. O quizás sentimos que nuestras palabras no bastan. Pero aun esos intentos torpes, aun esos silencios llenos de lágrimas, son oración. La Biblia dice: “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles.” (Romanos 8:26)

Así que ora. Aunque no tengas las palabras. Aunque Dios ya lo sepa todo. Porque cuando oras, estás diciendo: “Señor, no quiero solo que hagas algo. Quiero estar contigo mientras lo haces”. ¡Dios te bendiga!
 
 
 

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